martes, 15 de junio de 2010

¡Vamos, Argentina!

Estamos en pleno mundial, cosa que me resulta bastante atractiva a pesar de que no me banco el fútbol. Hay otra mística, los partidos son excusa para reunirse... Este año lo que más me alucina es que se celebre en un país tercermundista de un continente eternamente postergado; me parece un síntoma de madurez de la humanidad, que más bien suele caracterizarse por involucionar cada vez que puede.
Cuando pienso en mundiales me vienen algunas imágenes a la cabeza: los álbumes de figuritas de mi infancia, la gente en el Obelisco cuando dejamos afuera a Inglaterra en el 98, el festejo del 86 en un domingo de lluvia horrible, la canción de Italia 90 (miente descaradamente quien dice no haberla cantado parodiando a esos tanos inefables)... Justamente a ese mundial pertenece la escena que me quedó más grabada a fuego. Yo estaba en cuarto año y, como vivía a dos cuadras del colegio, decidimos con las chicas juntarnos en casa para ver Argentina-Italia, nada menos, un padecimiento digno de mejor causa. Después de retorcernos durante los noventa minutos más el suplementario, llegaron los penales y la coronación final: el Goyco corriendo como un sacado, los tanos con cara de velorio, nosotras a los gritos y a los llantos. Me acuerdo de que golpeamos tanto la mesa que un plato rebotaba como si tuviera frijoles saltarines en lugar de simples galletitas.
Ha sido, probablemente, la única vez en que entendí qué sienten los verdaderos hinchas de fútbol... y uno de los recuerdos más lindos de mis años de secundaria.

Este gorro me arruina el brushing, che