sábado, 23 de enero de 2010

Queríamos tanto a Lili

Mamá y Liliana se conocieron cuando ambas eran adolescentes, allá por los años sesenta; mi vieja había entrado a trabajar en una droguería cuyos dueños eran los padres de Lili. Desde entonces, sostuvieron un lazo compinche durante décadas, con algunas intermitencias por mudanzas y avatares varios. En los últimos años, al compartir el mismo barrio, se reencontraron y tuve la oportunidad de verlas interactuar de cerca, sosteniendo bizarros y menopáusicos diálogos, en los que se equivocaban en la mitad de las cosas y se olvidaban de la otra mitad, para acabar en contagiosas carcajadas. Sin saberlo, me estaban dando una lección de amistad, lo que probablemente sea la mejor herencia que te pueden dejar.
Además, Lili era mi podóloga, lo cual servía de excusa para armar tecitos eternos, matizados con consejos domésticos, chismes, recetas de cocina... Porque Lili pertenecía a esa generación que sabe hacer de todo con la misma naturalidad, desde curarte el ojeado hasta elaborar deliciosos escabeches para cuarenta personas, desde ayudar a los chicos con los deberes hasta teñirse en diez minutos y con los ojos cerrados.
Siempre relacioné a Liliana (y a su querible familia) con los buenos momentos, con las risas, con compartir un simple café como si fuera un festín. Recuerdo especialmente un episodio de mi infancia: fui a verla empachada (¡cuándo no!) a su casa, para que me tirara el cuerito. No me dolió ni un poquito y me regaló un juguete a modo de premio por no patalear. Así era: generosa, campechana, cálida, sonriendo pese a no tener una salud que la acompañara del todo y a haber soportado la muerte prematura de familiares muy cercanos.
Hoy, querida Lili, a un año de tu partida, debemos elegir entre dos posibilidades: lamentarnos por no tenerte o sentirnos inmensamente agradecidos por haberte tenido. Yo, y sé que estarías de acuerdo, elijo la segunda.

Mayo de 2009: Liliana (a la izquierda) con mamá,
pleno carnaval carioca en el casamiento de la hija menor de Lili